martes, 9 de septiembre de 2014

Cómo me moldeaste

 Julio 2014











 Vivir la espera como un proceso pasivo es una decisión, y no es una posibilidad lejana ni difícil la de transformar la espera en una nueva diosa. La espera, esa energía creadora. El manso lecho, el agua de esperar que más se calma en las caricias de la misma espera, y será la iniciativa encarnada cuando aparezca en el horizonte. Llegará de tierras desconocidas y la sabré reconocer cuando todavía sea un punto a lo lejos, en el río; sin nunca antes haberla visto adivinaré a la mujer que ahora mismo estoy moldeando, esa que es un sueño adentro de un sueño que todos, menos yo, han soñado.
 Y esperaré un poco más, solo para estar seguro de que su bote pasará flotando por la mitad del río a la altura de mi orilla (este río tiene un solo cauce), y recién ahora nadaré hasta vos y vernos a los ojos, para que me cuentes cómo fue, cómo me moldeaste entre las sombras, con el aire y la distancia. Para que me enseñes mi nombre, que desconozco, para enseñarte tu nombre, que no aprendiste a pronunciar.
 Respetarte entera, salvo cuando vos no quieras.
 Porque que tu libertad no me asuste no quiere decir que no me importes; es mi orgullo que vos crezcas.
 Por eso dormir poco y aburrirme a ratos en la espera no me angustia y ya lo he hecho, porque hoy cuando despierte, porque mañana, porque ayer. Vos estás latiendo.

martes, 23 de julio de 2013

Con punto de fuga/PARTE FINAL El haz de luz

Leyó sin parar hasta terminarlo, iba rápido pero a cada paso lo abrazaba repetitiva la sensación desalentadora de que ese texto no iba a ningún lado.

 Llegando a la pieza donde estaba Durruti a dos cuadras del puerto el tipo se vio venir el final. Mientras Flaudegger tocaba la puerta bajo el sol del mediodía, el tipo quiso dejar la lectura, hubiera preferido cualquier cosa a seguir leyendo. Pero no era por él que continuaba. El policial era el único texto que tenía terminado, como para llevarlo a ese lugar del que su dentista le había dicho "están buscando un escritor".
 Y Flaudegger finalmente encontraba a su escritor. Durrutti abrió la puerta y moviéndose con pesadez volvió a sentarse al colchón a medio pudrir que había en el piso. La pieza no era más que una caja de madera toda impregnada del salitre que el aire levanta del mar. Flaudegger y Durán entraban a duras penas entre el colchón, la única silla, la mesita y todo el desmadre de papeles. Durán se sentó en la silla con su cuaderno de notas. Flaudegger se paró justo detrás de él y preguntó
- ¿No salía su barco esta mañana, Durrutti?
 El hombre lo miró desde el colchón, con una expresión burlona en su cara sin afeitar.
- "Su barco" me dice... Sí, salió un barco esta mañana, varios barcos seguro, pero todos muy lejos de ser míos - Diciéndolo refregó con la mano su propio pecho y miró por la ventana.
 - Además - agregó perdido entre las pocas nubes con una sonrisa irónica - ya no existen barcos que vayan al Ades. Se extinguieron, los extinguimos. Como todo lazo con nuestros muertos.
 Levantó del suelo una pipa que recargó con tabaco y pitando esperó la próxima pregunta, que no tardó en venir.
- ¿Cuándo fue la última vez que vio a Elena Atelian? - Prosiguió Flaudegger con calma.
- Un segundo antes de que tocaras la puerta ella me miraba con sus brazos extendidos hacia mí, a una distancia tibia, indefinida, indeterminable, pero cada vez más cerca... - contestó el escritor en un tembloroso tono casi recitado, mientras los ojos se le esmerilaban. Luego trago saliva y su voz sonó desdeñosa - Y me despertaron ustedes, demasiado aburridos debo decirles - concluyó exhaló humo hasta que Flaudegger estuvo a punto de hablar, pero lo pisó adrede - ¿Sabén por qué nos desligamos de los muertos? Porque somos egoístas. Ellos atraviesan un umbral al que tanto tememos y del que tanto ignoramos... entonces elegimos desconocerlos, ahora que están muertos son otra cosa, sin valor, solo vale añorarlos en vida, solo vale su recuerdo. Pero así, muertos, no pueden tener sentido porque YO me tengo que sentir solo, abandonado. Solo los dejamos ser lo que fueron; y sufrir es el auto-flagelo de los que seguimos vivos. Una terrible imbecilidad ¿no?
- Si te molesta nuestra presencia te aseguro que respondiendo las preguntas vas a ver qué rápido nos vamos- Replicó Durán, impaciente, inesperado.
 "Era hora: por fin dice algo más o menos significativo" pensó el tipo. Acto seguido salteó una pila de renglones donde el diálogo continuaba estiradísimo. Y retomó la lectura en una línea al azar.
- En verdad, la mató un texto - Durrutti miraba a Durán, Flaudegger había quedado reducido a un pequeño segundo plano, a espaldas de su compañero que miraba sus notas.
 El escritor metió la mano debajo de su almohada y sacó una torre de hojas viejas y con olor a alcohol, transpiración, café, humedad y tabaco.
- ¿Cómo que la mató? - Preguntó Flaudegger mientras Durán tomaba las hojas que Durrutti le extendía.
- Si supiera lo habría impedido - Contestó y le mostró una sonrisa de odio.
 Durán sacó de su bolsillo y se envainó las manos con finos guantes marrones, tomó y hojeó rápidamente las páginas, las miró por distintos ángulos.
- Con su permiso vamos a examinarlo.
- Leanlo, está para eso. Ella no me creyó, pero lo escribí dormido.
 Se pusieron a leer ahí mismo. Era un cuento. El protagonista empezaba en la barra de un bar, conociendo a una mina que, con otros dos tipos, planeaban una estafa muy sencilla y cuchicheaban a su lado. Había uno que nunca hablaba. El tipo intervino con un buen aporte al plan y al momento quedó adosado al grupo, como si nada.

 Eso que acababa de leer, esa anécdota del bar, la habían inventado con la china y los muchachos para explicar cómo se habían conocido. En la continuidad de la lectura, encontró que el relato dentro del relato repasaba todos sus propios fracasos en el proyecto de escribir una novela, y hasta contaba que dormido el tipo escribía un policial donde Flaudegger y Durán buscaban a un escritor. Le resultó trucho aparecer ahí, qué repentino ataque auto-biográfico.
 Pero el texto llegaba al futuro, y le predijo que su trayectoria literaria errática se prolongaría hasta que escribiera un cuento de una pareja, una carta, un asesino en el armario; el cuento que él ya estaba terminando de escribir ¿Ese cuento? Tampoco era gran cosa...

Como sea, el policial decía que ese cuento era el que cortaría con su mala leche, cito textual una línea del policial, o, más bien, del texto que escribiera el protagonista del cuento que Flaudegger y Durán leían: "con cuchillos en mano abrieron el armario y los mató el haz de luz."
 Y también leyeron Flaudegger y Durán, al tipo llevando el texto a un editor en Araoz 14, tercer piso. Leyeron al editor incluyendo el texto en una tirada de antología nacional junto a varios autores de renombre.
Leyendo al tipo, Flaudegger y Durán lo sintieron como si en verdad viviera, y él, el tipo, leyéndose leído por ellos también los sintió así de vivos pero ¿por cuánto tiempo?

 En una tarde relajada en la que el tipo se regocijaba de haber publicado algo, el cuento de Durruti repetía aquel austero final; "sus compañeros de estafas le pidieron que les leyera su cuento publicado. Al terminar la lectura, a los cuatro los mató el haz de luz."

 A Durán le volvió a la mente el accidente de la ruta
- ¿El haz de luz? - Alcanzó a decir.
- Eso la mató - Durrutti alcanzó a contestar.

El haz de luz entró por la ventana y los vació de vida a los tres.

 "Qué mierda rara que resultó esta cosa" pensó el tipo y volvió a su cuento de anoche, cuyas páginas estaban otra vez hechas bollos en el piso, y le aplicó ese final tan pancho, tan frío y tan posible como lo instantáneo.
 ¿Y si presentaba el cuento al lugar señalado por el papel que le dejara su dentista en el hospital? Desplegó el prolijo doblez y leyó: Araoz 14, tercer piso... che ¿Y si terminaban muriendo los lectores? ¿Si terminaba matando a sus amigos al releer ese cuento?
 Puso la última oración ahí nomás y vaciando ruidoso el último mate bien lavado alzó la vista a través de los vidrios de la ventana. Justo para ver una estrella fugaz en plena mañana, un surco de luz blanca y dorada acariciando el cielo.
 Supo que cada instante llega justo; y si alguna luz o un rayo tienen que matar al lector, el haz de luz lo matará ahora.
 

Con punto de fuga/Novena parte huracán

 La carta que había venido con el cartero esperaba acostada en la mesa de luz mientras la pareja la ignoraba, emborrachados del otro cuerpo. El tipo hasta pudo ver esa carta un instante, la imagen del sobre cerrado saltó a su vista como un fogonazo; ese sobre era una bestia dormida por la música que desataban los amantes en su sexo. Seguía callando, conteniendo el grito rojo entre sueños demoníacos y pesando toneladas en silencio, toneladas disimuladas en su hipócrita liviandad de papel.
 Esa visión fugaz le infundió al tipo una inspiración oscura, le recorrió toda la sangre sembrando un camino de palabras asfixiantes que sellaban la atmósfera de la habitación y la levantaba veinte pisos sobre la nada. En el interior del sobre crujía una tormenta violenta y dentro del armario todo lo despiadado se fundía en una sola forma de asesino que el tipo omitía en su redacción, pero en su mente crecía en nitidez, cada vez más deforme; y sin embargo, cada vez menos humana.
 Desde la cama agitada por la pareja, la fluidez de su birome comenzó a gestar un huracán casi convulsivo al borde del colapso, desequilibrio al dente de una fuerza instintiva. Y entonces, desde el fondo del abismo hasta el centro de la cúpula, hubo un instante álgido, un sinuoso veloz trazo de humo y quietud

El huracán se había disipado y ahora los dos miraban el techo, abrazados, meditativos.

 Palpitó el riesgo de que se durmieran antes de ver la carta -y entonces el asesino podría actuar tranquilo, tras las sombras del telón que se extiende entre despiertos y dormidos (así como el policial del tipo)-. Pero no, mejor contar que se miraron, que se besaron otra vez, que los dos se rieron en dulce armonía.
- ¿Y vos de que te reís? - le preguntó ella.
- Es que me acordé del cartero corta mambos.
- ¡Yo también!
 Mientras se reían él manoteó la carta, rompió el sobre, extrajo la hoja que era todo el contenido y leyó en voz alta, primero con naturalidad, luego con desconcierto y en volumen decreciente.
- Está adentro del armario. Los quiere matar - dejó un quedo silencio seco y cerró su lectura, casi inaudible ahora - Váyanse ahora mismo.
 Miraron por sobre sus pies el armario, contra la pared enfrentada a ellos. Sus dos puertas oscuras los increpaban desafiantes...
 Aquí se esfumó esa racha de seguridad que se había disparado en la narración del tipo. Sin darse cuenta se había dejado llevar y de repente nada; formulándose preguntas de a mil como antes, terminando el termo y haciendo bailar la lapicera en el aire (sin animarse a volver al papel), fue quedándose dormido, se durmió.
 Al despertar, muy temprano, escuchó el canto de un pájaro que lo alegró como un buen augurio. Miró sus papeles y descubrió otra vez todos llenos. Anoche había llenado cuatro carillas con su cuento, así que el policial que nacía de sus sueños tenía cuarenta y ocho hojas nuevas. Bajó a renovar el mate y volvió a su habitación para leer.

viernes, 12 de julio de 2013

Con punto de fuga/Ocheava parte Nace

Después de la cena que prepararon los molinos de viento, los mismos gemelos los invitaron a quedarse en unos cuartos que tenían arriba. Había uno para tres y otro indivudual. Para dársela de escritor el tipo pidió la soledad y a nadie le molestó.
 Se instalaron. Y justo cuando el tipo iba a cerrar la puerta para "sentarse a escribir" o "quedarse dormido", que en este caso iba a ser lo mismo, entró la china con un zapato izquierdo, grande, en la mano.
- Te lo olvidaste en la cocina.- la china hablaba piano y relajada.
 Apoyó el zapato en la mesita donde hasta recién solo descansaban las hojas, las había escritas y en blanco.
- Uy, gracias. - contestó el tipo y cambió de tema -¿Qué pasó al final con el viajecito y las cosas?
 La china sonrió, de repente envuelta en ese aire extraterrestre que tenía aveces; sonaba y se la veía hablar como por fuera de sus conversaciones. Parecía agradecida por algo y lo informó
- El mudito consiguió otro auto para mañana. Las cosas siguen en Córdoba, mañana mismo salimos a su encuentro.
 El tipo se había sentado frente a la mesita y ella se puso al lado.
-¿Te acordás qué te pregunté antes del accidente? - le preguntó paseando la vista por las hojas. El tipo confesó que no recordaba y ella, con unos leves golpes de índice en las hojas escritas, le recordó
- Te pregunté qué leías.
- Es un texto que estoy escribiendo... mañana es posible que esté terminado.
 La china volvió a sonreírse y le pidió ser la primera lectora. "Más vale" concedió el tipo y la besó, tomándole la mano que ella dejara sobre el papel. La mujer amplió su sonrisa, dijo hasta mañana, volvió a besarlo y cerró la puerta tras de sí al salir.
 Una vez solo, sentado frente a las hojas en blanco como oscuros espejos que no podía descifrar, el tipo desesperó un poco. Se puso perceptivo, y notó la atmósfera enrarecida, como si un asecho desconocido de sus sueños tensara la noche como una cuerda.
 Volvió a esa imagen de Flaudegger y Durán, parados al borde de la ruta, el fuego inexplicable que brotaba de su auto dibujaba sinuosas sus siluetas, teñía y diseñaba sus rostros en la noche cerrada y muda ¿Y ahora qué? Tenían que llegar a la ciudad portuaria donde Durruti esperaba su barco... El tipo se mareó, ahí sentado y quieto donde estaba, la incertidumbre lo agitó de tal manera que se sintió como si -con el estómago vacío- acabara de levantarse muy de golpe, después de un largo rato sentado.
 No sabía qué hacer, qué era mejor ¿que lo alcanzaran aún en el puerto?¿que llegaran tarde y tuvieran que tomarse un barco para encontrarlo?¿Valía la pena? Quizás si se le ocurriese un final todo sería más fácil... Mierda, esto ni siquiera es lo que yo quise escribir, no sé cómo se escribe algo así, pensaba el tipo. Entonces un blando desgano le tiró el pecho contra la panza, doblándolo un poco ¡Ah, mirá! Vio la hoja arrugada, esa que él había escrito la misma noche del policial, pero despierto; la pareja teniendo sexo, la carta sin leer, el asesino en el armario. Le entraron ganas de seguirlo, y en paralelo gestó la esperanza de que, si hacía todo como aquella noche, el policial se extendería otras cuarenta y nueve páginas, quizás hasta terminaría.
 Bajó a la cocina a hacerse de mate y termo, subió y se encerró con sus papeles, el mate y esa esperanza que le iba surgiendo, brotando impotente como los bebés, que nacen sin saber a donde; será un hogar burgués hueco y con todas sus seguridades egoístas, serán el hambre o las ruinas de una guerra ¿el pibe qué sabe? Nace.

lunes, 8 de julio de 2013

Con punto de fuga / Septima parte Dos medialunas

- Un cortado, dosmedialunas - pidió el tipo ya sentado junto a la ventana.
- Yo una birra. La más barata y fría que tengas, por favor - pidió el tuerto del otro lado de la mesa.
- Ahí sale - dijo la mesera y se alejó.
 Consumieron todo lo que habían pedido recordando juegos de play uno y prometiéndose conseguirlos para volver a jugarlos, en cualquier aparato que pueda emular una play uno; ya haciéndose los boludos, sin decir que en realidad estaban pensando en reemplazar el fútbol de los domingos. Divagaron un par de añoranzas de esas hasta que vieron a un grandote atrás de la barra, con pinta de entendido.
 Sin decir nada se levantaron y le fueron al humo, talones de punta. El tipo preguntó, con voz segura, por la mujer con bombín; y cuando todavía estaba diciendo bombín el tuerto ya estaba preguntando por ese finito que no habla nunca.
 El grandote, panzón, ancho, con los puños tamaño corazón de vaca, reaccionó lento. Levantó la vista de un monitor que miraba. Dijo "están los dos" y mientras pronunciaba "dos" de atrás aparecía otro grandote, gemelo idéntico a él diciendo "en la cocina".
 Ambos se quedaron señalando una puerta a sus espaldas, con sus pulgares corte corcho de damajuana. El mismo recién llegado le dijo algo en el oído a su gemelo, tapándose la boca con la otra mano. Ahí el tipo vio que ambas remeras tenían un círculo en el centro del pecho del que salían sendas cuatro aspas, en distintas posiciones por cada remera.
 Cuando el primer molino entendió lo que había escuchado en su oreja, aún muy serio y lento, agregó
- Pasen, pasen.
 Levantó la entrada a la barra y les señaló la misma puerta otra vez, la puerta de la cocina.
 ¿Nos matarán ahí adentro? era una pregunta que barajaban entrando tan campantes ¿al nirvana o la boca del lobo? no lo sabían, pero no se preocupaban muy en serio, iban bastante tranquilos con zapato personal bajo el hombro. Decían que el tuerto era hábil tirador "donde pone el ojo, pone la bala" era una frase que muchos le aplicaban.
 Antes de mandarse, pararon las orejas y empezaron a sentir, premonitorio, un vasto océano sonoro, risas.
 Adentro la china y el mudito se tomaban una cerveza mirando videos de un cómico de estand-ap conocido, muy reiterativo, pero que arrancaba terribles explosiones a su hilarante auditorio yanqui.
- ¡Ahí va! - festejó el tuerto - yo esperaba encontrar una guillotina y un par de cadáveres irreconocibles. - declaró, y agarró un vaso casual y se sirvió casual cerveza.
 Hasta la noche ninguno salió de esa cocina salvo el tipo, que se fue del bar a media tarde, se llevó un nuevo bloc de hojas de una librería y volvió.
 Fue una tarde nostálgica en la que el tema de los videojuegos reavivó recuerdos arcaicos de muchas diversiones virtuales, menos complejas que las de hoy; pero más intensas, decían ellos. Parecían viejos los charlatanes.
  Igual de metido que todos en recordar, el tipo sentía que su día venía burlándose de él, como se burla la tele de la gente que come en los horarios oficiales, mirando la tele, y después anda hablando en facebook y en los ascensores, de lo que dice la tele, solo de lo que dice la tele. Atribuyó ese sentimiento a tanto pensar en ese policial casi de noticiero y tiró
- Chee... ¿y se acuerdan del Wonder Boy?

domingo, 30 de junio de 2013

Con punto de fuga/Sexta abriendo puertas

 El tipo iba abriendo las puertas del hospital, pidiendo disculpas en cada una porque no estaban la china y el mudito. Pero pensaba en ese texto, le volvía a la cabeza con insistencia, esos diálogos tan forzados que se desplegaban por momentos le parecían muy gedes.
 Es mi letra, lo escribí dormido ¿por qué escribí ésto dormido?
 Le llovían dudas sobre el texto mientras seguía abriendo puertas y pidiendo disculpas como un autómata, enroscado ¿De dónde en mis sueños me surge escribir ésto? ¿Se llenarán otras cuarenta y nueve hojas una noche más?
 En eso entró en una habitación con espacio para dos camillas que no estaban, pero el par de zapatos seguía apoyado en el marco de la ventana. Se acercó hasta ese baile pendulante de cordones y lo examinó. En el hueco pensado para un pie izquierdo estaba el 38 que le había pasado el tuerto cuando lo levantaron en el 206. Y donde debía haber un pie derecho había una 22 recortada, seguro del tuerto.
 Un rumor de rueditas giró en el ambiente mientras el tipo levantaba los zapatos. Miró la puerta y entraron los colaboradores del dentistas a dejar las camillas, ahora vacías, en su lugar.
 El dentista lo miro desde la puerta y le dijo
- Eso; llévese sus zapatos, por favor - El tipo tenía puestas sus zapatillas, y ese calzado que ya se llevaba en la mano le iba varios talles más grande, claramente.
 Pasando por la puerta. De cerca. Le preguntó al dentista.
- ¿y los molinos de viento?
 El dentista tenía un reír amistoso pero inoportuno. Dio un trago de esa risa amable y le recomendó.
 - Podés hacer como muchos pacientes: salís por donde salen todos y buscás tus propios molinos de viento ¡Ya estamos grandes, che!
 - Dígaselo a la gente que entra al hospital buscando los suyos - dijo el tipo hacia atrás, ya encarando para la puerta. No lo trataba de usted usualmente, pero la situación lo ameritaba.
 En la entrada lo esperaba el tuerto, con expresión perdida, como recordando. El tipo le pasó el zapato derecho y el tuerto le señaló el local que quedaba cruzando la calle, detrás de un par de mesas en la vereda, por los ventanales o vidrieras (no sé cómo se decirles) se veían más mesas adentro, una barra al fondo y cuadros por las paredes, todo muy marrón, todo muy madera. Y la entrada era también de madera; una puerta vieja y grande rematada con un cartel luminoso que lo coronaba con las palabras "Molinos de Vien o
                                                                                                                                            café      bar"
   (entre la n y la o había una t pero vacía de luz)

martes, 25 de junio de 2013

Con punto de fuga /Quinta V

 El tipo había leído hasta ahí, así habían quedado las cosas en sus cincuenta páginas y las recordaba a fragmentos, recorriendo el hospital. Cuando le preguntó por una paciente con bombín a un flaquito de limpieza, su rostro alargado y lleno de curvas mayormente descendentes le trajo a la mente la imagen del encargado Galves, del hotel, angustiado, narrándole a Flaudegger y Durán cómo esa misma mañana había entrado a la habitación 302 como todas las mañanas, y esa mañana parecía una más. Hasta la habitación 302 esa mañana lo había engañado, disfrazada de una mañana cualquiera; hacer las camas, barrer el piso, renovar las toallas.
 Pero al pie de la cama en la habitación 302 su rutina reventó, o mejor se desplomó como el cuerpo que ahí estaba, el pálido cadáver tendido de Elena Atelian.
 Eusebio Galves, el encargado, aseguraba que no la conocía, ni había oído hablar de ella antes de su llegada al hotel. La mujer era pintora y artista plástica muy reconocida y querida en su ambiente, más bien familiar y tranquilo. Por descartar posibilidades: no tenía deudas; no había estafado a nadie, su estilo de vida no era lujoso ni mediático. Por momentos era envidiable su verdadera introspección. No se involucraba en política y no participaba su arte en competencias o concursos, renegaba de ese tipo de eventos. En su única entrevista para un diario, uno barrial, le preguntaron por qué había rechazado la invitación a un famosísimo concurso internacional y ella contestó "sentiría mi obra prostituida ahí, puesta en un lugar a la fuerza para que la midan y la comparen y finalmente le salten al cuello a clavarle una medalla, o para que la dejen de lado... descalificándola con argumentos estandarizados de 'lo que debe ser el arte' ". Quizás el periodista no captó bien la intensidad de las palabras que grababa y escuchaba, o quizás dejó evaporar esa intensidad en la redacción. De cualquier forma nadie iba a matarla por una cosa así. 
 Tampoco dejaba ninguna herencia jugosa salvo su obra, pero sería muy torpe guiarse por un móvil así; Elena tenía treinta y cinco años y sus obras se precipitaban, numerosas, en un camino de creatividad ascendente. Si se pensara en su valor monetario la cuenta es sencilla, en cinco años aumentaría diez veces y en otros cinco veinte veces más. Alguien interesado en apoderarse de ese dinero no sería tan torpe de rebanar así su propio motín.
 Siguiendo esta línea de razonamientos Flaudegger y Durán escuchaban a Galves, que contaba todo como quien acaba de perder a un amigo de años.
- No tenía maldad. Nadie podría querer matarla. - decía.
 Durán tomaba nota, callado, frunciendo sus rasgos difusos bajo la barba. Flaudegger miró las notas de su compañero y habló
- Veo que pudo compartir mucho con ella en este tiempo, dígame ¿No le mencionó ninguna relación conflictiva o algo por el estilo?
- Solo me habló de un ser humano, un escritor.
- ¿Su pareja? - preguntó Flaudegger, y en su tono traslució por un segundo una curiosidad que escapaba de la investigación criminalística, la curiosidad romántica de conocer el amor de una gran mujer de quien no se tenía idea siquiera de su sexualidad (Flaudegger no tenía idea, por lo menos)
 Galves se sorprendió de esa actitud casi pasional en una figura tan conocida por su frialdad como Flaudegger. Eso lo hubiera hecho sonreír de no haber estado tan triste en aquel momento. Contestó
- Ella me regaló un libro de él; puedo mostrárselo si lo desea. Estuvieron parando ambos en un hospedaje gratuito, de dinámica autogestiva, con nombre resonante... pero no lo recuerdo. Creo que fueron un par de meses, justo antes de que viniera ella acá. Me dijo que él tenía que ir a una ciudad a publicar un libro, y ella vino acá a exponer en un galpón abandonado por su dueño en el que un grupo de gente organiza cosas así.
 Flaudegger sirvió más café en las tres tazas.
- ¿A qué ciudad iba el escritor?
- Aquella ciudad bordó, cruzando el mar.
 A Durán le volvió la imagen de la antigua brisa de ese lugar, mientras empujaba la puerta del baño.