miércoles, 13 de febrero de 2013

Vigilia


No recuerdo el despertar, pero recuerdo estar despierto y estaba en la luna. Antes habían pasado algunos de esos minutos que dan vueltas en la cabeza haciendo que la cabeza gire en la cama, minutos que no guardan relación con estar dormido, pero pueden confundirse. Pero ahora estaba claramente despierto y en la luna. Aunque no. No estaba en la luna; yo estaba en mi cama y mi cama estaba en la luna.
Tenía seis años al empezar el día. En el tiempo que tardé en entender el mecanismo para llevar mis pies al suelo mis padres me hablaban demasiadas cosas a la vez. Eran millones de monólogos grabados reproduciéndose en el cielo y apuntándome. Bajar de la cama se hizo largo, pero llegado al piso mis padres habían desaparecido y yo ya tenía barba rala y añeja. 
Al principio no me daba cuenta de que era la luna, di varios pasos maravillado, creyéndome en el coliseo romano, hasta que vi a la tierra en el cielo y caí en la cuenta de qué era aquel tejido polvoriento en el que me gustaba hundir los pies al caminar: la luna.
Apareciste y me invitaste, me dijiste que atrás de la pirámide se estaba cómodo. Caminamos hablando de una persona con la que ninguno de los dos habíamos tenido ningún tipo posible o imposible de contacto, yo te pregunté su nombre, vos me preguntaste su nombre y nada. Yo me tanteaba bolsillos, sabiendo que no sabía lo que buscaba pero era imprescindible. Encontré flores ¿de dónde salieron? No tenía manera de recordar si eran lo que estaba buscando pero te invito.
Aceptaste, pero estoy tardando en entender lo que sucede, me cuesta, de repente todo está ocurriendo ahora mismo y se me escurre entre los dedos. La diferencia perfecta es la del tamaño de nuestros cuerpos; no sé por qué no estoy pudiendo interpretarla. Tus piernas cortas caminan lento y se alejan hacia el horizonte de mis piernas largas que corren con todo lo que puedo y no te alcanzo. Te veo una expresión triste, se entornan tus ojos, se entreabre tu boca como para decir. Ya nos perdimos mutuamente y todo el día volvió al pasado para mí. Me encontré entonces frente a un buda gigante y le miré las manos. En las mías había una piedra, las flores petrificadas. Y recordé una profecía que me sonaba a película:
La playa estará detrás de la oreja de la esfinge, dirás, y ahí veré y caeré en ella. Su cielo será rojo y su mar rosa, el horizonte una línea verde de neón. Allí estaré cómodo, la arena no será como el polvo de la luna.
Así decían en las costas mágicas perecidas. Y algo similar corría por las bocas en la bahía donde la arena tenía un aire como de lava, lava muy fresca y espesa, lava fría sobre la que se podía caminar, sobre la que se podía echarse al sol. De cualquier forma pensé que con esfinge debían referirse al buda gigante ¿vos te referías a él cuando decías pirámide?
Un espejo girando en el cielo me cegó por un segundo. Y como resonando bajo la arena los monólogos volvieron, mis padres otra vez pero ahora con efecto de delay, y se escuchaban más claro, como con anti-popper. Anti-popper, palabra, se plantó delante mío y me disparó con un sifón una lluvia de sílabas “pop” en las voces de mis padres, pop pop pop, pop pop ¡POP! Reventaron los pops de a millones, como burbujas y todo me pareció tan estúpido y triste y aburrido ese día que también reventé, pero en carcajadas convulsivas. Cada una era una punzada, cada una me acalambraba un nuevo músculo y me iba doblando sobre mí mismo hasta que todo mi cuerpo se contrajo y pasé a ser un pequeño punto de energía concentrada.
 Un par de latidos, BIG BANG y volví a ser mi cuerpo que se alejaba flotando de la superficie. Tan liviano me sentía que ni siquiera me parecía estar dentro de mi cuerpo del todo. Pero al final, pasar junto al sol me hizo asumir mi condición de materia y me tentó tanto que con un sorbete le di un sorbito y entonces mis ojos subieron un espiral entramado de luces y sombras que terminaba escondido entre las ramas de un arbusto. 
 Me asomé corriendo con la mano unas pocas hojas y vi: Bajo la cascada el chamán con la tortuga pintada en la piel cerraba los ojos. Recordaba las antorchas primero. Y después la hoguera y los alaridos. También las lapidaciones. Desde aquí lo vi, tenía mi rostro ¡qué espanto! Di un paso atrás poseído por ese espanto. Y el suelo: una medusa que me esquivó. Y la caída: un vacío que me comió.
Por un momento llegaron a mí nociones como de ensueño, una habitación a oscuras que me era familiar, sensaciones silenciosas corriendo sus piecitos sobre el ruido solitario del tren que pasaba a dos cuadras de mi casa. Y la idea del tren que de a poco se volvió un anciano.
 Cien años de hombres van llenando las calles de una ciudad tan joven como mi mente. Y entre la multitud volvés a aparecer y todo vuelve a ocurrir ahora mismo y se me escurre otra vez. Corro. Tu delicado cuerpo baila inocente entre todos, siento que pueden romperte, y a cada metro que me acerco te veo más hermosa. Estoy por alcanzarte, no me sale gritar tu nombre, tropiezo y me duermo de repente.
He tenido un día muy agitado y frustrante, sin duda, pero nada comparado con las pesadillas que me esperan ya dormido.