martes, 25 de junio de 2013

Con punto de fuga /Quinta V

 El tipo había leído hasta ahí, así habían quedado las cosas en sus cincuenta páginas y las recordaba a fragmentos, recorriendo el hospital. Cuando le preguntó por una paciente con bombín a un flaquito de limpieza, su rostro alargado y lleno de curvas mayormente descendentes le trajo a la mente la imagen del encargado Galves, del hotel, angustiado, narrándole a Flaudegger y Durán cómo esa misma mañana había entrado a la habitación 302 como todas las mañanas, y esa mañana parecía una más. Hasta la habitación 302 esa mañana lo había engañado, disfrazada de una mañana cualquiera; hacer las camas, barrer el piso, renovar las toallas.
 Pero al pie de la cama en la habitación 302 su rutina reventó, o mejor se desplomó como el cuerpo que ahí estaba, el pálido cadáver tendido de Elena Atelian.
 Eusebio Galves, el encargado, aseguraba que no la conocía, ni había oído hablar de ella antes de su llegada al hotel. La mujer era pintora y artista plástica muy reconocida y querida en su ambiente, más bien familiar y tranquilo. Por descartar posibilidades: no tenía deudas; no había estafado a nadie, su estilo de vida no era lujoso ni mediático. Por momentos era envidiable su verdadera introspección. No se involucraba en política y no participaba su arte en competencias o concursos, renegaba de ese tipo de eventos. En su única entrevista para un diario, uno barrial, le preguntaron por qué había rechazado la invitación a un famosísimo concurso internacional y ella contestó "sentiría mi obra prostituida ahí, puesta en un lugar a la fuerza para que la midan y la comparen y finalmente le salten al cuello a clavarle una medalla, o para que la dejen de lado... descalificándola con argumentos estandarizados de 'lo que debe ser el arte' ". Quizás el periodista no captó bien la intensidad de las palabras que grababa y escuchaba, o quizás dejó evaporar esa intensidad en la redacción. De cualquier forma nadie iba a matarla por una cosa así. 
 Tampoco dejaba ninguna herencia jugosa salvo su obra, pero sería muy torpe guiarse por un móvil así; Elena tenía treinta y cinco años y sus obras se precipitaban, numerosas, en un camino de creatividad ascendente. Si se pensara en su valor monetario la cuenta es sencilla, en cinco años aumentaría diez veces y en otros cinco veinte veces más. Alguien interesado en apoderarse de ese dinero no sería tan torpe de rebanar así su propio motín.
 Siguiendo esta línea de razonamientos Flaudegger y Durán escuchaban a Galves, que contaba todo como quien acaba de perder a un amigo de años.
- No tenía maldad. Nadie podría querer matarla. - decía.
 Durán tomaba nota, callado, frunciendo sus rasgos difusos bajo la barba. Flaudegger miró las notas de su compañero y habló
- Veo que pudo compartir mucho con ella en este tiempo, dígame ¿No le mencionó ninguna relación conflictiva o algo por el estilo?
- Solo me habló de un ser humano, un escritor.
- ¿Su pareja? - preguntó Flaudegger, y en su tono traslució por un segundo una curiosidad que escapaba de la investigación criminalística, la curiosidad romántica de conocer el amor de una gran mujer de quien no se tenía idea siquiera de su sexualidad (Flaudegger no tenía idea, por lo menos)
 Galves se sorprendió de esa actitud casi pasional en una figura tan conocida por su frialdad como Flaudegger. Eso lo hubiera hecho sonreír de no haber estado tan triste en aquel momento. Contestó
- Ella me regaló un libro de él; puedo mostrárselo si lo desea. Estuvieron parando ambos en un hospedaje gratuito, de dinámica autogestiva, con nombre resonante... pero no lo recuerdo. Creo que fueron un par de meses, justo antes de que viniera ella acá. Me dijo que él tenía que ir a una ciudad a publicar un libro, y ella vino acá a exponer en un galpón abandonado por su dueño en el que un grupo de gente organiza cosas así.
 Flaudegger sirvió más café en las tres tazas.
- ¿A qué ciudad iba el escritor?
- Aquella ciudad bordó, cruzando el mar.
 A Durán le volvió la imagen de la antigua brisa de ese lugar, mientras empujaba la puerta del baño.


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