domingo, 30 de junio de 2013

Con punto de fuga/Sexta abriendo puertas

 El tipo iba abriendo las puertas del hospital, pidiendo disculpas en cada una porque no estaban la china y el mudito. Pero pensaba en ese texto, le volvía a la cabeza con insistencia, esos diálogos tan forzados que se desplegaban por momentos le parecían muy gedes.
 Es mi letra, lo escribí dormido ¿por qué escribí ésto dormido?
 Le llovían dudas sobre el texto mientras seguía abriendo puertas y pidiendo disculpas como un autómata, enroscado ¿De dónde en mis sueños me surge escribir ésto? ¿Se llenarán otras cuarenta y nueve hojas una noche más?
 En eso entró en una habitación con espacio para dos camillas que no estaban, pero el par de zapatos seguía apoyado en el marco de la ventana. Se acercó hasta ese baile pendulante de cordones y lo examinó. En el hueco pensado para un pie izquierdo estaba el 38 que le había pasado el tuerto cuando lo levantaron en el 206. Y donde debía haber un pie derecho había una 22 recortada, seguro del tuerto.
 Un rumor de rueditas giró en el ambiente mientras el tipo levantaba los zapatos. Miró la puerta y entraron los colaboradores del dentistas a dejar las camillas, ahora vacías, en su lugar.
 El dentista lo miro desde la puerta y le dijo
- Eso; llévese sus zapatos, por favor - El tipo tenía puestas sus zapatillas, y ese calzado que ya se llevaba en la mano le iba varios talles más grande, claramente.
 Pasando por la puerta. De cerca. Le preguntó al dentista.
- ¿y los molinos de viento?
 El dentista tenía un reír amistoso pero inoportuno. Dio un trago de esa risa amable y le recomendó.
 - Podés hacer como muchos pacientes: salís por donde salen todos y buscás tus propios molinos de viento ¡Ya estamos grandes, che!
 - Dígaselo a la gente que entra al hospital buscando los suyos - dijo el tipo hacia atrás, ya encarando para la puerta. No lo trataba de usted usualmente, pero la situación lo ameritaba.
 En la entrada lo esperaba el tuerto, con expresión perdida, como recordando. El tipo le pasó el zapato derecho y el tuerto le señaló el local que quedaba cruzando la calle, detrás de un par de mesas en la vereda, por los ventanales o vidrieras (no sé cómo se decirles) se veían más mesas adentro, una barra al fondo y cuadros por las paredes, todo muy marrón, todo muy madera. Y la entrada era también de madera; una puerta vieja y grande rematada con un cartel luminoso que lo coronaba con las palabras "Molinos de Vien o
                                                                                                                                            café      bar"
   (entre la n y la o había una t pero vacía de luz)

martes, 25 de junio de 2013

Con punto de fuga /Quinta V

 El tipo había leído hasta ahí, así habían quedado las cosas en sus cincuenta páginas y las recordaba a fragmentos, recorriendo el hospital. Cuando le preguntó por una paciente con bombín a un flaquito de limpieza, su rostro alargado y lleno de curvas mayormente descendentes le trajo a la mente la imagen del encargado Galves, del hotel, angustiado, narrándole a Flaudegger y Durán cómo esa misma mañana había entrado a la habitación 302 como todas las mañanas, y esa mañana parecía una más. Hasta la habitación 302 esa mañana lo había engañado, disfrazada de una mañana cualquiera; hacer las camas, barrer el piso, renovar las toallas.
 Pero al pie de la cama en la habitación 302 su rutina reventó, o mejor se desplomó como el cuerpo que ahí estaba, el pálido cadáver tendido de Elena Atelian.
 Eusebio Galves, el encargado, aseguraba que no la conocía, ni había oído hablar de ella antes de su llegada al hotel. La mujer era pintora y artista plástica muy reconocida y querida en su ambiente, más bien familiar y tranquilo. Por descartar posibilidades: no tenía deudas; no había estafado a nadie, su estilo de vida no era lujoso ni mediático. Por momentos era envidiable su verdadera introspección. No se involucraba en política y no participaba su arte en competencias o concursos, renegaba de ese tipo de eventos. En su única entrevista para un diario, uno barrial, le preguntaron por qué había rechazado la invitación a un famosísimo concurso internacional y ella contestó "sentiría mi obra prostituida ahí, puesta en un lugar a la fuerza para que la midan y la comparen y finalmente le salten al cuello a clavarle una medalla, o para que la dejen de lado... descalificándola con argumentos estandarizados de 'lo que debe ser el arte' ". Quizás el periodista no captó bien la intensidad de las palabras que grababa y escuchaba, o quizás dejó evaporar esa intensidad en la redacción. De cualquier forma nadie iba a matarla por una cosa así. 
 Tampoco dejaba ninguna herencia jugosa salvo su obra, pero sería muy torpe guiarse por un móvil así; Elena tenía treinta y cinco años y sus obras se precipitaban, numerosas, en un camino de creatividad ascendente. Si se pensara en su valor monetario la cuenta es sencilla, en cinco años aumentaría diez veces y en otros cinco veinte veces más. Alguien interesado en apoderarse de ese dinero no sería tan torpe de rebanar así su propio motín.
 Siguiendo esta línea de razonamientos Flaudegger y Durán escuchaban a Galves, que contaba todo como quien acaba de perder a un amigo de años.
- No tenía maldad. Nadie podría querer matarla. - decía.
 Durán tomaba nota, callado, frunciendo sus rasgos difusos bajo la barba. Flaudegger miró las notas de su compañero y habló
- Veo que pudo compartir mucho con ella en este tiempo, dígame ¿No le mencionó ninguna relación conflictiva o algo por el estilo?
- Solo me habló de un ser humano, un escritor.
- ¿Su pareja? - preguntó Flaudegger, y en su tono traslució por un segundo una curiosidad que escapaba de la investigación criminalística, la curiosidad romántica de conocer el amor de una gran mujer de quien no se tenía idea siquiera de su sexualidad (Flaudegger no tenía idea, por lo menos)
 Galves se sorprendió de esa actitud casi pasional en una figura tan conocida por su frialdad como Flaudegger. Eso lo hubiera hecho sonreír de no haber estado tan triste en aquel momento. Contestó
- Ella me regaló un libro de él; puedo mostrárselo si lo desea. Estuvieron parando ambos en un hospedaje gratuito, de dinámica autogestiva, con nombre resonante... pero no lo recuerdo. Creo que fueron un par de meses, justo antes de que viniera ella acá. Me dijo que él tenía que ir a una ciudad a publicar un libro, y ella vino acá a exponer en un galpón abandonado por su dueño en el que un grupo de gente organiza cosas así.
 Flaudegger sirvió más café en las tres tazas.
- ¿A qué ciudad iba el escritor?
- Aquella ciudad bordó, cruzando el mar.
 A Durán le volvió la imagen de la antigua brisa de ese lugar, mientras empujaba la puerta del baño.


lunes, 17 de junio de 2013

Con punto de fuga /Cuarta partecita

 A lo largo del primer pasillo le volvieron a la mente imágenes del choque.

 Al chocar el detective y su asistente no sufrieron lesiones mayores ni perdieron el conocimiento. Salieron del auto, volcado de costado, rompiendo el parabrisas, y se quedaron a la vera del camino, esperando que pasara alguien. Mientras a unos metros comenzaba a brotar del Ford T '35 un fuego inesperado, extrañamente frío, y hasta de tinte oscurecido. Ambos actuaron como si les pareciera normal.
 - ¿Qué fue esa luz?¿Un avión en plena ruta? - preguntó Durán, el conductor, el asistente de unos sesenta, o quizás cincuenta, pero su barba tupida y canosa lo avejentaba.
 - No lo sé - contestó Flaudegger, el detective perspicaz, que conservaba la expresión y atletismo de la primera hora a pesar de treinta y dos años de labor. Entre policías corruptos y criminales organizados se difundía, imprecando, el mito de su inmortalidad. Inclusive era difícil entender como Flaudegger; tan curioso y ávido conocedor de los más refinados métodos homicidas, continuaba con vida después de ganarse tantos enemigos.
 Pero él estaba focalizado, mirando la luz del fuego no pensaba en nada de eso, y le recordó a su compañero lo importante - Lo importante ahora es llegar al puerto antes del amanecer. Tenemos que agarrar a Durruti antes de que pueda tomarse el barco.

sábado, 8 de junio de 2013

Con punto de fuga /Tercera parte vencida

 El tipo y el tuerto despertaron al día siguiente en el hospital. Ambos se sentían espléndidos, re piola.
- Eh, tuerto - lo llamó - ¿Ves el pelado ese en el pasillo?
- ¿Redondito?
- Sé.
- Es mi dentista.
 El tuerto medio que lo miró frunciendo el seño.
- ... ¿tu dentista? - dijo como para sí. Y un segundo después, mientras el viento zarandeaba los cordones de unos zapatos apoyados en el marco de la ventana, recordó - ¡Ah! El charleta filosófico.
 El tipo asintió - Claro. Flor de charleta nos mandamos con el loco.
 - Sí, sí. Nos contaste... hablaban del capitalismo y no sé qué boludeces. - le tiró el tuerto.
 El tipo se mordió el labio y lo bardeó con la respuesta - ¿qué boludeces, gil? - y con gesto de aclarador le aclaró - Además ustedes no escucharon el final de la charla; la parte más interesante.

 El dentista entró en la habitación.
- Buenas tardes - saludó inclinando un poco su calvicie.
- Buenas - contestó el tipo, y automáticamente, sin querer,  el tuerto preguntó señalando los zapatos en la ventana - ¿Qué hace eso ahí?
 De inmediato entraron dos colaboradores del dentista, que los sacaron de la habitación en sus camillas con ruedas, en las que ellos seguían acostados. Cruzaron el pasillo y los metieron en la sala de máquinas; donde el dentista ya los esperaba rascándose la pera.
 Los colaboradores se sentaron a jugar al poquer, usando el tablero de control de la caldera como mesa. No hablaban, solo movían las cartas y los porotos que apostaban.
 El dentista interrogó al tipo - ¿Seguís escribiendo?
- Sí... algo así - contestó el tipo, mientras el dentista le dejaba encima un papel doblado con prolijidad.
- Tomá, andá ahí. Están buscando un escritor. - comentó y se dispuso a salir, pero antes se paró en seco, porque le preguntaban:
- ¿Y la china y el mudo?
- Uh - se lamentó el dentista - Para eso vas a tener que vencer a los molinos de viento - Y riéndose, se fue, mirando todos los vértices de la sala.

 Buscar un escritor. El papel que el tipo tenía sobre el pecho (porque estuvieron todo el tiempo acostados) decía dónde buscaban un escritor. Eso le recordó al tipo las hojas que traía consigo en el auto. Esas hojas donde también había un auto. El auto del policial, el Ford T, solo tenía dos viajeros, un detective y el conductor era su asistente, Flaudegger y Durán, ellos también buscaban a un escritor. Esta segunda coincidencia sorprendió al tipo, aunque no era tan coincidencia; porque en el policial buscaban a un escritor en específico. Se llamaba Durrutti o podía ser un anarquista que usara ese seudónimo, no estaba claro pero de cualquier forma su testimonio era vital para resolver el caso. En cambio el tipo imaginaba en este nuevo papel una dirección, en la que buscaban alguien como él mismo, para uno de sus "laburitos".
 Una enfermera entró a la sala de máquinas a fumar un cigarrillo.
- Disculpá - la interceptó el tipo -, cuando me accidenté traía unas hojas ¿usted no...
- Abajo de la almohada - lo anticipó la enfermera exhalando el humo que acolchonaba su voz entre las palabras.
 Tal cual, bajo la almohada estaban las cincuenta hojas, a las que adosó, sin desdoblarlo, el papel que le había dado el dentista; cincuenta y una. Quería esperar al momento indicado para ver su contenido.
 Agradecieron a la enfermera y salieron del cuarto de máquinas.
- ¿Qué habrá pasado con los otros dos, eh?
- Busquémoslos por el hospital. Nos vemos en la puerta en media hora ¿dale?
- Vale, tío.